Columna de Consuelo Contreras: Por una seguridad ciudadana que no restrinja el ejercicio de derechos humanos 

Consuelo Contreras Largo,  Directora del Instituto Nacional de Derechos Humanos

En los últimos años han aparecido nuevos tipos de crímenes, cuya extensión ha alcanzado dimensiones difíciles de imaginar. El narcotráfico, la trata de personas con diversos fines o el sicariato se han convertido en parte de nuestro vocabulario cotidiano y tal vez eso nos ha hecho extraviar la violencia que ellos implican. Al mismo tiempo, estos delitos han puesto en guardia a las autoridades. Sus respuestas, la mayoría de las veces, no son las que demanda este siglo. En un planeta en constante cambio, los derechos de las personas empiezan a experimentar una serie de amenazas, provenientes de los infractores, pero también de quienes tienen la misión de controlarlos. Y, ante ello, no se puede olvidar que el resguardo de los derechos fundamentales conforma un determinado estado de la seguridad humana y de la calidad y profundidad de la democracia.

La seguridad humana está profundamente relacionada con la realización de los derechos humanos, de todos y para todos y todas sin discriminación. Parte fundamental de una sociedad democrática lo representa el establecimiento de políticas de seguridad ciudadana respetuosas de los derechos humanos. Ellos tienen un rol doble: por una parte, constituyen un fundamento material, y por otra, se erigen como límite al actuar del Estado. Entonces, no se pueden plantear políticas de seguridad ciudadana que restrinjan de manera ilegítima el ejercicio de derechos.

Con posterioridad a la pandemia y a los fenómenos migratorios experimentados en la región, las políticas de seguridad ciudadana han exacerbado aún más la tendencia hacia el populismo penal, alimentada en parte por el aumento y la forma de comisión de ciertos delitos, pero también nutrida por la sensación de inseguridad que transmiten los medios de comunicación social. Detrás de este panorama subyace un concepto del orden público inclinado al uso inmediato de la herramienta penal y al discurso de la “mano dura” como solución unívoca a una serie de problemas complejos y multicausales, no sólo delictivos. Las respuestas de las autoridades en general han sido, hasta ahora, entregar mayores facultades para responder con violencia o para aumentar los períodos en la cárcel. Pero tales soluciones parecieran olvidar las brechas de preparación que tienen las policías en el uso de armas, que la capacidad carcelaria está colapsada o abiertamente olvidan hacer una evaluación seria sobre el impacto y la efectividad de estas medidas.

Una política de seguridad limitada al discurso del orden público con una lógica de guerra, que pierde de vista el respeto por los derechos básicos y que acude al derecho penal como respuesta frecuente, afecta a un conjunto de derechos que va más allá de la libertad. Cuando el Estado sólo tiene como respuesta la alternativa punitiva, se llega a la actual situación del país, en la que paradójicamente la violencia y la inseguridad siguen escalando y en dónde los niveles de hacinamiento afectan la integridad y los derechos de las personas privadas de libertad.

Una política de seguridad democrática se debe construir respetando y garantizando los derechos humanos. Visto de este modo, una formación en derechos humanos para las fuerzas de orden y seguridad es un aspecto central de una política de seguridad que deba ser desarrollada por el Estado. No hablamos aquí sólo de una formación teórica, sino también de organización, reclutamiento, capacitación y profesionalización acordes con el respeto de los derechos de todas las personas a las que deben proteger.

Un punto fundamental en este sentido y que cobra relevancia dado el debate que hemos visto en las últimas semanas y meses en el país son las reglas y los límites en el uso de la fuerza. El monopolio del ejercicio legítimo de la fuerza conferido a las Fuerzas de Orden y Seguridad no pueden implicar una carta blanca en su uso. Por el contrario, su ejercicio debe ser respetuoso de todos los derechos de las personas y en particular de la presunción de inocencia que todos poseemos, de manera tal que siempre se justifique racional y adecuadamente el porqué de una detención o las razones de una acción que condujeron a la muerte de una persona.

A fin de cuentas, aquí no sólo está en juego el imperio de la ley. También, el funcionamiento de nuestra democracia, que debe garantizar a todas y todos los mismos derechos.