El gran dolor y un sentir formal: Mis días en un hospital psiquiátrico
La protagonista de esta crónica comparte sus más íntimos dolores y recuerdos a través de un relato vivencial que repasa los pasajes más duros de su estancia en el Hospital Psiquiátrico de Valdivia en el peak de la pandemia. Ella quería morir y un diario de vida fue su escape. Su salvación. Escribir para no desaparecer. ¿Qué ocurre cuando te internas tres semanas porque tu cuerpo, mente y alma ya no pueden más? Aquí está la respuesta, que por dura que parezca, le salvó la vida.
IMPORTANTE: El siguiente artículo contiene descripciones suicidas, depresivas y angustiantes, que pueden ser revictimizantes o inducir a momentos de tristeza que pueden afectar a personas que estén enfrentando crisis o emergencias de salud mental. Si estás pasando por un mal momento o necesitas ayuda, puedes contactarte a la Línea Nacional de Prevención del Suicidio llamando al *4141, la que está disponible de lunes a domingo, las 24 horas del día.
Texto: Claudia Fica Pantoja
Diseño y Arte: Isidora Arce
“Después de un gran dolor, viene un sentir formal —
los Nervios se sientan ceremoniosamente, como Tumbas —
el rígido Corazón pregunta si lo soportó
Ayer o hace Siglos”
Emily Dickinson
El gran dolor
29 de julio de 2020
Recuerdo el momento en el que le dije al psiquiatra que me quería morir. Preguntó, impávido, qué sentiría mi familia si yo me suicidaba y sentí mi piel arder de dolor y rabia. No había sido una persona particularmente mala o egoísta, ¿por qué cuándo pensaba en mí y en mi dolor y en mi cuerpo palpitando y temblando, tenía que pensar qué pasaría con el resto?
Siendo sincera, parte de la responsabilidad de que estuviera allí era de ellos, pero jamás lo diría en voz alta.
“Les dolería en un inicio, pero después lo superarían”. Estaba temblando, llorando desconsoladamente en una incómoda silla, abrazándome porque el doctor dijo que eso me permitiría hablar.
- “¿Crees que superarían un dolor así?”.
No había pensado en eso, y tampoco me importaba demasiado. Sentía que cada hueso de mi cuerpo se rompía y astillaba cada minuto que estaba despierta, apenas podía salir de la cama y cada vez que pensaba que ya no quedaban lágrimas en mi cuerpo tenía una nueva crisis.
Me estaba torturando vivir, ¿por qué tenía que pensar en los demás?
No quería pensar en eso. No podía, de todas maneras, porque los pensamientos intrusivos se apoderaban de mi cabeza y me recordaban lo miserable que era o lo poco que valía como persona.
- “Yo creo que sí”. Estaba mintiendo, y ambos lo sabíamos.
- “Algo así no se supera como si nada, Francisca”.
- “Lo sé”, no soy tonta, solo estoy deprimida, maldita sea. “Pero prefiero que recuerden a una Francisca que no luce como la chica deprimida y llena de ansiedad que soy ahora”.
Siguió haciendo preguntas que contestaba como podía, mientras lloraba y temblaba y mi cabeza iba a mil por hora.
Me quiero morir.
Me quiero morir. Ayúdeme, por favor.
Me quiero morir. Que el dolor acabe.
No puedo respirar.
¿Por qué simplemente no seguí mi plan?
- “Si te dejo ir y te agendo una hora para dos semanas más, ¿Estarás bien?”
Lloré. Lloré por mí y por quien fui; por el dolor que sentía y la constante migraña de una persona con un trastorno ansioso severo; por el rostro de mamá cuando le dije que me quería morir. Lloré porque sabía lo que iba a decir, lo conocía incluso antes de entrar a la sala.
- “Si no me interna me voy a matar mañana”.
A los veinte minutos estaba dentro, después de entregarle el celular a mi mamá, abrazarla y escucharla decir que todo iba a estar mejor, que estaba recibiendo la ayuda que necesitaba. No lloró, pero vi cuánto sufría.
- “Lo siento, mamá”.
Me había estado disculpando mucho últimamente por sentir, pero aquella era una de las más sinceras que pensé, pero no dije nada. Porque, aunque lamentaba estar haciendo sufrir a mi familia, estaba furiosa con cada uno de ellos. Con mis papás, por no notar la locura que me invadía desde siempre; con mis hermanos, por cada grito e insulto que nos habíamos intercambiado; con mis tíos y abuela por no tomar en serio cada secreto que contaba a medias mientras lloraba frente a ellos.
Con mi abuelo, porque murió antes de poder decirle que no es que no fuera feliz por elección, sino que era un problema químico. Sobre todo, porque no estaba ahí para decirme “todo estará bien, negrita”, que muchas veces era lo único que necesitaba.
Entré a hospitalización de psiquiatría con lágrimas secas en mi rostro, sabiendo que estaría ahí por lo menos tres semanas y que todos se enterarían de uno de mis secretos mejor guardados: ansiaba la muerte, la deseaba más que la inyección de Lorazepam que sabía me iban a dar.
Me dejaron en una sala aislada con la puerta abierta, tomaron un PCR porque la pandemia estaba en su máximo apogeo, pasaron dos batas de hospital – “Una para que te cubras al frente y la otra por detrás” – y quitaron los cordones de las zapatillas. Tal como en la cárcel, te quitan cualquier cosa que te pueda dañarte a tí o a otros.
Cuando las técnicas/os en enfermería se fueron con mis cosas me abracé y encogí dando la espalda a la puerta, a pesar de que sabía que cualquiera podía mirar como lloraba hasta quedarme dormida. Y eso fue lo que hice todo ese día, llorar y dormir.
No quería vivir, pero había accedido a internarme. Lo había pedido, porque en un momento de lucidez, me invadió el miedo por mis propios pensamientos y autodesprecio.
31 julio de 2020
Llevo dos días ingresada en el Hospital Psiquiátrico de Valdivia. Recién pude dejar de usar batas; la pandemia había provocado que nuestras pertenencias traídas por los familiares se aislaran en cajas en una habitación cerrada con llave que solo podíamos abrir dos veces al día.
Y no podíamos sacar mucha comida, porque Juanita se la robaba. Juanita era una de las pacientes que, por lo que me habían dicho, llevaba más tiempo internada. Estaba en sus treinta, tenía unos lentes redondos que no ocultaban lo perdida de su mirada. No hablaba, y nunca entendí bien cual era su diagnóstico, pero su rutina diaria era caminar por los pasillos en silencio y robar la comida que guardábamos en nuestros veladores. Encontraba nuestros chocolates, galletas y demás como una profesional.
Mamá exigió que me pasaran dos cosas con prioridad: mi diario y la edición de “Mujercitas” que estaba leyendo. No la dejaron hasta 24 horas después.
Pensaba compulsivamente, así que intentaba escribir de la misma forma, como vaciando la ansiedad en un recipiente que tiene una fuga. Para mí, no escribir se siente casi como morir.
Me instalaron en la habitación del fondo del pasillo de mujeres, con Constanza, una adolescente que estaba esperando ser trasladada a una residencia del Sename y Nicol, una adicta a la pasta base que sufría crisis de angustia. Me senté en la cama junto a la ventana y decidí que después de terminar mi estadía aquí no tenía el derecho a juzgar u opinar sobre otros.
Los otros internos eran extraños pero entretenidos. Estaba Emi, que había tenido su segundo intento suicida fallido; Josefa, a quien la Seremi había enviado luego de que estuviera nadando dos horas en la costa de Niebla porque, en un brote de manía, Dios le dijo que limpiara las aguas. Con absoluta seriedad te contaba historias de batallas que habían sucedido en el patio de la casita en donde estábamos internadas. Y Christopher, “el guagüito”, de quien no tenía idea porque estaba ahí, pero era la persona más interesante para conversar.
Había un hombre, de unos treinta años, que no hablaba mucho con nadie, excepto Christopher. Había matado a una persona con un hacha. A mí me dijeron que lo había hecho solo, a la Emi que había sido entre cinco.
Y estaba “la mami”, el mejor personaje de psiquiatría. Una viejita totalmente enajenada que andaba en silla de ruedas, pero que a veces se daba carreras a dos pies con la silla al arrastre con las enfermeras. O te insultaba de la nada o te decía “linda”. Otra cleptómana talentosa.
Lo extraño de estar rodeada de personas con alguna patología de salud mental es que se siente un poco como un respiro. Puedes sentir un poco más libremente, y hablar genuinamente de la ansiedad, de que tuviste intentos suicidas, de todo. De los abusos que sufriste y de los que cometiste. Era ver tu dolor en otras personas, pero con historias diferentes.
Todavía estaba en crisis total. Lo único que hacía era dormir, escuchar a medias las historias de otras personas y llorar. Había pedido un SOS cada día que había estado dentro; una inyección de Lorazepam intramuscular que a los minutos te tumbaba en la camilla como peso muerto.
Aún quería desaparecer, no existir.
Había comenzado con un esquema médico nuevo, que era discutido por el psiquiatra y el residente en psiquiatría. Era con ellos con quien teníamos casi todas las sesiones, que eran casi cada tres días.
Ahora que tenía nombre, los síntomas del Trastorno Obsesivo Compulsivo eran tan claros que me extrañaba que nadie nunca los hubiera notado. El pensamiento, la obsesión y la compulsión.
El pensamiento abiertamente ridículo que entra y no sale, que no abandona hasta que lo hagas, por más irrisorio que fuera. Como que, al salir del baño, ambos pies tenían que tocar la misma área de la alfombra. Si primero había sido el izquierdo, en el nuevo orden primero iba el derecho.
El organizado sistema con el que hacía la cama cada día. La necesidad de tocarme un lado de la cara con una mano si antes había hecho lo mismo con el otro lado. Primero mano y sector izquierdo, luego derecho.
No podía dormir pensando en si ya había pasado mucho tiempo apoyada en un lado de mi cuerpo en la cama; si el empeine de mi pie derecho tocó mi rodilla izquierda, el derecho tenía que hacer lo mismo. Y después volver a empezar, porque cada ritual tenía que ser lo más simétrico posible.
Ahora conocía la explicación de mis problemas de dormir.
La Organización Panamericana de la Salud - dependiente de la Organización Mundial de la Salud - señala que existe un aumento generalizado a nivel latinoamericano de personas que se suicidan. Chile ocupa el sexto lugar a nivel mundial de suicidios, con una tasa de nueve suicidios cada cien mil habitantes en 2019, cifra que, actualizada a 2023, ascendió a 10,3 casos.
Según el informe “Monitor Global de Salud”, que muestra la percepción de más de 23 mil personas de 34 países, la salud mental es el principal problema de salud que enfrentan las personas en Chile. De acuerdo a estos datos, tres de cada cinco chilenos entrevistados declara tenerlo como preocupación (62%), lo que supera ampliamente el promedio mundial (36%) y ocupa el segundo lugar a nivel internacional, solo superado por Suecia (63%).
La séptima versión del "Termómetro de la Salud Mental en Chile ACHS-UC" del 2023, indicó que un 25% de las entrevistadas tenía problemas de salud mental, en contraste con los hombres, quienes bajaron dos puntos, llegando a un 9,2%. Según este informe, un 20% de las mujeres tiene síntomas de depresión. En cambio, los hombres llegan a un 6,8%.
El Presidente Gabriel Boric Font remarcó en la Cuenta Pública 2023, la más larga desde la vuelta a la democracia, que “una de cada cuatro personas en nuestra patria tiene algún padecimiento vinculado a la salud mental y, de ellas, solo el 20% recibe algún tipo de tratamiento. No es aceptable”.
Reafirmando el compromiso con la salud mental que expresó en campaña, el Mandatario prometió habilitar al menos 15 centros de atención dedicados al tema, dejando en desarrollo otros 23.
En Chile se requieren en total 1.209 Centros de Salud Mental Comunitarios, Centros de Apoyo Comunitario para Personas con Demencia, Hospitales de Día, Unidades de Cuidado y Rehabilitación Intensiva, y Hogares y Residencias Protegidas, pero sólo cuenta con 377 para todo el país, según el Plan de Acción de Salud Mental 2019 - 2025 del Ministerio de Salud. Además, la necesidad de camas para hospitalización psiquiátrica se calcula en alrededor de 2.226, actualmente solo hay 1.433.
Agosto 2020
Me desperté escuchando “Las Mañanitas” en la voz de las enfermeras. Sonreí un poco. Me encantaban los cumpleaños, celebrar a una persona solo por el hecho de existir. Y me fascinaban los míos.
Ahora cumplía veintiuno hospitalizada, sin la opción de visitas, con solo una llamada al día permitida a las nueve de la noche, sin poder verle la cara al personal médico porque solo los pacientes andábamos sin mascarilla. Quería sentirme feliz, libre y confundida al mismo tiempo, pero no sentía nada, que termina siendo lo más aterrorizador del mundo.
La hospitalización de psiquiatría, además de estar alejada de todos los otros servicios del Hospital Regional, era como una casa de dos pisos construida en un relleno de lo que hace mucho debió ser un humedal. Donde estábamos nosotros era una especie de ocho: en una primera parte, y de forma paralela, estaban los pasillos con las habitaciones de hombres y mujeres, interconectadas solo por el box de las enfermeras - que era desde donde llamábamos - y el box de los psiquiatras. Había uno extra que utilizaban cuando lo necesitaban, que era casi todo los días.
La otra parte del gran ocho hospitalario eran dos pasillos que guiaban a la sala de actividades y el comedor, y el centro estaba dividido por el pequeño patio para fumadores que ahí había.
Con Raúl, el residente de psiquiatría con quien hablaba por lo menos día por medio y quien se encargaba de supervisar mi progreso, nos mudamos constantemente en lugares de sesión: algunas de ellas en el box de los residentes, otras en mi habitación, una inclusa en el comedor porque no había espacio disponible en ningún otro lugar y necesitaban descubrir por qué los medicamentos no hacían su efecto. Cuando le comenté lo precario de todo aquello, medio en broma y no, suspiró cansado. Él ya lo sabía, pero hablaba con paciencia mas no condescendencia.
- “Sí, estamos cortos de recursos”.
- “¿Por qué?”- Ese era el ritmo de nuestras sesiones, mi forma de no perder totalmente el control. Le preguntaba cosas sobre neurociencia o medicina, que era exactamente lo que creía que sucedía en la química de mi cuerpo.
- “El presupuesto nacional solo da un 2% en Salud, y menos de eso en salud mental”.
Pensé en todos los psicólogos que había visto, y que ninguno había notado que tenía un problema serio. La depresión era un problema que afectaba a cerca de 300 millones de personas según la Organización Panamericana de Salud, pero no era visibilizada. Puede tener diferentes causas, pero esencialmente los neurotransmisores de tu cerebro, quienes prácticamente lo manejan, están bloqueados o disminuidos, sobre todo en los casos de serotonina, dopamina, noradrenalina y melatonina.
Anhelaba dormir. Cerré los ojos al escuchar los gritos a la distancia de Gabriela, la nueva paciente que había llegado hace un par de días. Estaba embarazada de su segundo hijo, el cual no deseaba, y era la tercera vez que estaba internada. La habían tenido que amarrar a la cama luego de que golpeara la ventana repetidamente para romperla y escapar.
Sus gritos y llantos se escuchaban en todo el sector, y a diferencia de la primera vez que escuché a alguien siendo sujetado a la cama, no lloré.
Los antidepresivos que habían probado conmigo no estaban funcionando, e iban a probar con la Fluvoxamina, un antidepresivo que funcionaba de forma excepcional en las personas con TOC. Me había negado al litio, que aumentaría la velocidad del efecto de los medicamentos, pero las contraindicaciones eran demasiadas para una persona no bipolar – la enfermedad predilecta de las recetas de Litio.
Me veía ante los ojos de los médicos como un ratón de laboratorio, encerrada voluntariamente mientras ellos, con su bata blanca de profesional, seguían con su juego de laboratorio químico en mi cerebro.
El sentir formal
21 agosto de 2020
Mamá y papá me vendrían a buscar para salir de la hospitalización. Habían encontrado en la Fluvoxamina un milagroso silenciador del TOC y un antidepresivo que me ayudaba a controlar los periodos más oscuros.
Era extraño salir y abandonar a las personas que me habían ayudado durante esas tres semanas: las tens, enfermeras, psiquiatras y demás. Al mismo tiempo, quería correr lejos y no volver jamás.
Sentía culpa, también. De que mi vivencia en general no hubiera sido tan terrible comparada con mis compañeros, de saber leer y escribir. Habíamos jugado al pasapalabra con la Terapeuta Ocupacional, y de los doce paciente que habíamos en la sala, solo cinco sabíamos leer. No podía olvidar eso. Que dentro de lo discriminada que había sido durante mi vida, por ser pobre, mujer, disidente, morena, era privilegiada.
Tendría que volver a controles para que vieran cómo avanzaba el uso de medicamentos, por si tenía recaídas severas u otros problemas. Les decía a los demás que era como tener diabetes, pero en el cerebro: siempre iba a estar ahí, así que había que controlarla.
A los demás no les hacía mucha gracia, pero no me importaba. No quería ser vista toda la vida como la niña suicida, a pesar de que nunca hice un intento físico. Lo planeé en detalle, pero no lo intenté.
Estaba ansiosa por salir y dejar de estar vigilada veinticuatro horas al día, pero no sabía quién era. Quizás la hospitalización había tratado la ideación suicida, pero no había dejado atrás la depresión, la ansiedad o el TOC.
Esas peleas son más largas de dar, consumen más de uno, son silenciosas y carroñeras. Te hacen dudar de tu propio razonamiento y sentir. Pero esas son otras batallas que contar, y por hoy se acentúa el sentir formal de haber sobrevivido.
Francisca continúa en tratamiento en la actualidad, tanto farmacológica como psicoterapéuticamente. Ha vuelto a tener cuadros depresivos, ansiosos y le han cambiado el esquema farmacológico porque la Fluvoxamina se dejó de distribuir por el sistema público. En farmacias tiene un valor aproximado de $45.000.
No ha vuelto a ser internada por ideación suicida. Hay días más oscuros que otros, pero continúa en pie.
ACLARACIÓN: Los nombres de las personas que aparecen en este relato fueron cambiados para proteger su privacidad.
RECUERDA: Si estás pasando por un mal momento o necesitas ayuda, puedes contactarte a la Línea Nacional de Prevención del Suicidio llamando al *4141, la que está disponible de lunes a domingo, las 24 horas del día.