Trenzar la resistencia: el racismo y la lucha cotidiana de las mujeres mapuche
Por: Carolina Rojas Neculhual, Periodista, directora de “La Otra Diaria” y autora de Corazón de weichan: historias de vida y resistencia de mujeres mapuche
Haylin Huinchache está parada frente a un canelo con los ojos cerrados y un gesto solemne. La lluvia enfangó el jardín y el frío de la mañana es apenas soportable. Ella susurra para saludar al Dios Supremo, al sol, al árbol como –eje cósmico- y a la madre tierra:
Mari mari chaw Ngenechen
Mari mari chaw antü
Mari mari foye
Mari mari ñuke mapu
Haylin tiene más de cuarenta años, el pelo azabache y formas maternales. Es educadora intercultural en un colegio de la zona y lawentuchefe, es decir, aprendiz de machi. Su historia además estuvo marcada por el golpe de Estado. Una foto en la loza del aeropuerto inmortaliza el momento en que volvió a Chile y a su “tuwün” desde el exilio. Tenía apenas cinco años.
El recuerdo de ese momento fue que ella, su hermana y su madre pasaron desapercibidas para los militares. Su padre no corrió la misma suerte y estuvo detenido por más tiempo de lo que esperaban. Lo único que apaciguó su dolor en ese momento fue la postal de hileras de alerces que flanqueaban la carretera camino a su nueva casa.
Haylin ama los árboles como si fueran la extensión de su propio cuerpo.
Fue en el colegio donde tiene las primeras memorias de racialización, como tantas otras mujeres mapuche, cuando aún no hay atisbo de conciencia de raza o clase, es decir ese instante cuando por primera vez aparece el por qué – supuestamente- se es diferente a otros niños y niñas. Ya no permean su ánimo las palabras “india”, “sucia” o “fea”, hoy sabe que se convirtió en una lidereza importante y es feliz. Pero también tiene la certeza de que su historia es una biografía de resistencia en medio de un colonialismo que se ha perpetuado.
Un sábado de mañana se trenza el pelo para una actividad cultural en el centro de Osorno, su chapetu tintinea mientras habla. Recuerda la matanza de Forrahue ocurrida en octubre de 1912, cuando una contingente policial de 45 carabineros al mando del Mayor Julio Frías, entró a las tierras de una comunidad mapuche. Allí también acuerparon la violencia y los disparos mujeres y niños, además de los inkafo (defensores)
“Hay sobrevivientes de esa herida”, dirá más tarde doña María Prosperina- la madre de Haylin- con los brazos cruzados desde un sillón frente al fogón de una cocina a leña. La envuelve un halo de sabiduría, puede ser por el destello de su pelo blanquecino o la templanza con la que habla.
La historia de Haylin, y la de su ñuque, es también la historia de otras lamngen de ese territorio mapuche huilliche. Allí también se barrió con el mapuzungun o el tse zugun. Estaba prohibido hablarlo en los colegios (a punta de varillazos en las manos y el cuerpo en genuflexión con las rodillas sobre el trigo) y en los predios usurpados, donde sus abuelas y tatarabuelas pasaron a ser trabajadoras domésticas en sus propias tierras.
La narraciones de las mujeres mapuche siempre tienen presente los distintos rostros del patriarcado: el colono, el policía, también las doctoras y enfermeras que hoy las ignoran en centros médicos (sí, el patriarcado también lo encarnan mujeres). “Falta, falta mucho para la atención intercultural”, creen. Asimismo punza un Chile que aún se resiste a reconocerlas como académicas o sabedoras ancestrales, porque al parecer, solo las quieren confinadas en trabajos racializados.
Se celebra el día de los pueblos originarios, pero el patriarcado capitalista y colonial sigue latente como un monstruo que depreda ríos, bosques, montañas y lagos. Bien lo sabe la machi Millaray Huichalaf, defensora del Pilmaiquén, el río que es la arteria sagrada de la comunidad mapuche-huilliche. El monstruo ya no es un terrateniente alemán, es una empresa estatal noruega.
En Puyehue saben quién es Haylin, pero en el centro de Osorno las miradas pueden ser inquisidoras cuando camina ataviada en su küpam. En una ocasión le dijeron que su “disfraz” era muy lindo. A veces también las quieren folclorizadas, pero invisibilizadas como mujeres puntales de sus comunidades y territorios.
Hoy las violencias son sistemáticas aún, pero cada vez más invisibles por su refinamiento. O tal vez es un racismo normalizado. Hay también discriminación en las narraciones de la prensa hegemónica, relatos necesarios para la continuidad de esa opresión histórica. La fuente son las instituciones, nunca son ellas. Mucho menos importa su cosmovisión.
Y si bien en la revuelta social flameaban las wenüfoye, hace unos días, la hija de un werkén de una comunidad en resistencia, fue sacada de su universidad esposada delante de sus compañeros. El operativo no tenía ninguna justificación. La noticia salió apenas en un diario de la región y un par de tuits.
Ser mujer mapuche significa experimentar muchas formas de discriminación y liderar luchas por designio. ¿Ser heroica es también agotador? ¿Por qué es más difícil habitar ciertos cuerpos y territorios? ¿Por qué hay que sortear tantas barreras para cumplir un sueño? (ser educadora intercultural, lawentuchefe o una estudiante universitaria). Pero como la machi o como Haylin, ser mapuche es también sembrar caminos para otras en ese compromiso con sus propias historias y el camino ulterior para sus comunidades.
En ciertos días, en los días malos, la lucha es por la vida. Y en esa batalla cotidiana, pese a todo, hay un deseo inextinguible de seguir cambiando las cosas. Una apuesta por el futuro. Hoy, las mujeres mapuche, con valentía y amor, trenzan nuevas resistencias.