Las mujeres tras La B’locka: La batucada como trinchera
A través de un íntimo recorrido, la periodista Javiera Latorre nos adentra en el origen de una de sus pasiones e invita a reflexionar sobre cómo la rabia puede transformarse musicalmente en movimiento junto a otras mujeres. Una crónica que desnuda las historias de una batucada separatista.
Por Javiera Latorre Soto
Aún la recuerdo chica, flaca y despeinada. Con ganas de hacer todo y nada al mismo tiempo. La revivo llegando a su casa desde el colegio, diciéndole a su padre que no quiere crecer, que desea tener once años toda la vida para quedarse juntos viendo Tierra Adentro la tarde del domingo en la pieza matrimonial.
Cada vez que esa niña reaparece, la mujer que es hoy se aferra al pasado e intenta permanecer eternamente en la felicidad del recreo, jugando en el pasaje con sus amigos o contándole a la Chely sus secretos. Pero también emerge una oscura sensación, porque esa joven sabe que tarde o temprano la realidad golpeará con dureza.
Le gustaba el circo. No los payasos ni los contorsionistas. Amaba colgarse de una tela y hacer figuras con el cuerpo. Tanto le fascinaba ese mundo que incluso participaba de un taller escolar y todas las semanas se quedaba hasta las seis de la tarde en la Escuela Pío Xll de Pedro Aguirre Cerda ensayando peripecias. A veces sentía que suspendida en el aire el tiempo no pasaba.
Un día mientras iba de vuelta a su casa un taxista le cerró el paso. ¿Me puedes hacer un favor?, dijo el conductor. La niña, con ingenuidad y amabilidad, asintió. El hombre le preguntó cuál era el nombre de la calle en la que estaban. Ella, sin prever algún peligro, miró a su alrededor buscando un letrero que respondiera a la inquietud, pero no encontró nada que le diera una certeza. A pesar de haber caminado mil veces por ahí, no tenía idea dónde estaba, no podía ayudarlo, sin embargo, él le recalcó que no importaba, pues necesitaba algo más de ella.
Inocente y servicial, la niña de once años preguntó qué quería. Mírame, mírame, susurró el sujeto mientras se masturbaba y sonreía fijamente. Ella, completamente asustada, quedó enmudecida, pálida de espanto. Casi sin fuerzas, salió corriendo, rezándole a Dios que no la siguiera. Al llegar a casa, abrazó a su hermana para contarle lo sucedido. Intentaron buscarlo, pero el hombre había escapado. “Ya no irás más a ese taller, sales muy tarde”, dijeron sus padres, como si la culpa hubiera sido de ella.
Javiera no entendía bien qué había pasado, pero supo en ese instante que ya no era una niña, que tenía que crecer. Su burbuja había reventado. Pensó que todo era su culpa por salir tarde del colegio.
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Hoy te abrazo. Me encantaría decirte que fue la única y última vez que recibimos acoso callejero, pero no fue así. Me entristece saber que durante años nos arrebataron el amor por la expresión corporal y que en su lugar nos perpetuaron el miedo a salir solas. Te recuerdo y veo muchas cosas de tí aún en mí, y ojalá que de alguna forma supieras que ese miedo se transformó en rabia, la rabia en movimiento y el movimiento nos llevó de vuelta al arte.
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La batucada es un movimiento urbano y social que encuentra su origen en África ligado a celebraciones religiosas. A Chile llegó en la década de los noventas ganando fuerza y notoriedad en el país, sobre todo en los sectores más vulnerables. Los instrumentos que dan vida al particular ritmo son una batería instrumental de músicas y músicos formados en filas de fondos, dobras, cajas, repiques y timbas.
Como en la mayoría de los espacios, las mujeres tuvimos que forjarnos un lugar seguro para pertenecer a la batucada sin peligros ni temores. De ahí nace la agrupación feminista La B’locka. Sus directoras, Javiera Zabala y Paola Riquelme, ambas de 25 años, crearon este núcleo de percusión y baile en el año 2022, buscando ser una fuente de expresión artística y cultural separatista.
“La B’locka se creó como una instancia de manifestación para el 8M, pero a lo largo del año se ha transformado en un espacio de contención y distracción. El mundo artístico carnavalero está lleno de funadxs que limitan nuestros espacios seguros. La B’locka ayuda a problematizar esto, a tomarnos la calle y alzar la voz de todas a través de nuestro tambor o nuestro baile”, detalla Javiera Zabala.
Paola Riquelme es trabajadora social y la concentración del Día Internacional de la Mujer es un hito trascendental. “La marcha del 8M me genera emoción. Decidí manifestarme a través de la música porque me conecta con mis raíces y con las personas que comparto la misma pasión. Además, el tambor siempre ha sido un símbolo de lucha”, menciona.
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Es el domingo 8 de marzo del 2020 y una revolución había estallado en octubre pasado. La niña de once hoy tiene 19 años. Es su primera marcha feminista. Ese día despertó y se sintió poderosa. Se bañó, miró al espejo, amarró su pañuelo morado al cuello y despidió de su familia. Su padre ya no estaba en este mundo. Con el tambor al hombro se fue a la calle. Más emocionada que nerviosa caminó hasta el paradero y tomó el recorrido 121 rumbo a la Alameda.
En el camino se encontró con sus amigas. Las ayudó a maquillarse, trenzó sus pelos y bromearon juntas. Muchas habían sufrido algún tipo de abuso por el simple hecho de ser mujer. Otras eran madres y sus hijas preguntaban si podían jugar con los instrumentos. Javiera las miraba, pensaba en lo mucho que las quería, incluso a las desconocidas. Quizás no tenían mucho en común, pero ese día la fraternidad era palpable. ¡A formarse!, gritó la directora de la batucada con un temple poderoso. Con el sol poniéndose en su espalda, los fondos marcaron el pulso, sonaron los repiques, redoblaron las cajas, bailaron las dobras y cantaron las timbas.
Cuando la batucada comenzó a sonar se le erizó la piel y el corazón subió hasta su garganta. Era adrenalina, amor, pasión y energía. No estábamos todas ese día, faltaron las muertas, las que mató el patriarcado. Pensando en ellas miró a su alrededor y una lágrima cayó de sus ojos. Sin querer había imaginado qué pasaría si un día le quitaban a sus amigas, a sus hermanas, a su madre, a su abuela. Pensó en qué sucedería si ella misma ya no aparecía con vida. Volvió su vista al frente, sintió la música en el pecho y con fuerza comenzó a tocar.
Si algún día ella ya no estaba, sabía que las otras seguirían luchando.
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Las mujeres que componen La B’locka compartieron sus sentires evocados por la música.
“Cuando toco mi instrumento me siento fuerte, libre y alegre. No me siento sola al saber que tengo compañeras compartiendo el mismo gusto por la música. Desde muy chica he recibido comentarios machistas y lo que más me marcó fue la violencia que sufrí en un pololeo con tan solo 14 años. Siempre nos han dicho que no debemos confiar en extraños, pero nunca nos dicen que la persona que te ama puede llegar a abusar de ti, golpearte e incluso matarte”, dice Paz Quezada.
“En mi búsqueda de una vida sana encontré la danza. Al momento de experimentar violencia intrafamiliar, antes y después de mi primer embarazo, la danza me permitió abrir puertas de sanación. Viví violencia verbal, psicológica y física reiteradas veces por el padre biológico de mi hijo mayor, a tal punto de estar al borde de la muerte por el descontrol y la ira que este tipo descargó sobre mi. Actualmente me encuentro demandada por no dejarle ver a su hijo, teniendo conocimiento de muchas denuncias y situaciones con otras mujeres relacionadas a violencia y abuso sexual. A la fecha, llevo más de 4 años luchando por tener la custodia completa de mi hijo, sin pedirle pensión. La justicia me ha cambiado de abogado, archivado mis testimonios y denuncias realizadas porque las pruebas no son contundentes. Mucha rabia e impotencia me provoca. Soy mujer, madre, ser social, loba, bruja, santa, puta, antipatrialcal, libre, gritona, cautivadora social, feminista, poderosa, valiente y guerrera de batallas duras, en las que mis amigas me apoyan, abrazan y acompañan sororamente”, testimonio anónimo de una integrante de La B’locka.
“La batucada es una de las trincheras por las cuales puedo manifestar mis sentimientos, además de mostrar el arte del batuque para que siga abriendo espacios de lucha y se demuestre que no sólo está para espacios de entretención, sino también de reflexión”, señala Valentina Espinoza.
“Conocí la percusión hace unos años y me cautivó. Desde la historia, la intención y los ritmos. La danza y percusión de raíz afro-bahiana tiene muchos elementos de conexión con la tierra y de resistencia. Cuando me manifiesto pienso en mis amigas. Cada una tiene su propia historia, las compartimos, las tejemos juntas, nos abrazamos para reír y para llorar. Cada una tiene sus sombras, y en la confianza y la ternura les damos luz. Siento una mezcla de emociones porque estoy muy orgullosa de nosotras. Me gusta que las cosas que pasan nos importen, alegren, indignen y nos muevan. Mi mensaje para alguna mujer es que probablemente en algún momento hayamos vivido lo mismo. Desde ahí te digo: no estás sola. Sigue adelante y te abrazo fuerte”, afirma Daniela Berg.
“Me siento con el corazón y el alma llena de alegría por poder haber conocido la música y el arte cultural dentro de estos espacios, rodeada de esta gente. Me invitaron a esta agrupación y decidí participar, ha sido un cariño muy lindo. Llego siempre ansiosa, nerviosa y me voy feliz. Marcaron un antes y un después en mi vida y es algo que atesoraré siempre. Supe que estaba embarazada la última semana de diciembre, hoy, 8 de marzo de 2023, fue mi segunda ecografía y justamente mi ginecólogo me dio la noticia que es una mujer. Obviamente a mí me daba igual con tal que estuviera bien, pero siento que es una linda noticia que en este día tan especial me hayan dado la sorpresa de que es una fémina y estará llena de tías batuqueras”, comparte Fernanda González.
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¿Y qué ganas tocando, Javiera?, le preguntaron un día. Qué te importa, respondió. No sabía si le disgustaba la intromisión o el hecho de que hasta ese punto nunca se lo había cuestionado seriamente. Invertía todas sus tardes ensayando para pulir los ritmos, aprenderse las señalizaciones de los cortes y ser una mejor percusionista, pero… ¿por qué lo hacía?
Siguió tocando y dándole vueltas a la pregunta: lo hacía por diversión, para usar el tiempo de forma sana, porque veía a sus amistades. Pero algo no encajaba aún.
Una noche de vuelta de un ensayo, Javiera se devolvió más tarde que otras veces. Había sido una jornada extenuante. Estaba cansada, cerró sus ojos en la micro y cuando los abrió se dio cuenta que había pasado dos paraderos. Era una noche veraniega, particularmente calurosa, vestía un short negro, un crop top gris y las mismas zapatillas negras desgastadas de siempre.
Caminaba por la Panamericana cuando una mujer se le acercó tímidamente. “Amiga, la micro se desvió y no sé dónde estoy. ¿Cómo llego al metro?”. Con mirada cómplice caminaron juntas hacia la estación. Si algo les sucedería, sería a las dos.
En el trayecto rompieron el hielo hablando de la vida. La mujer se llamaba Ingrid, era peruana, tenía más de 35 años y quería traer a sus dos hijas a Chile. Ella le confesó a Javiera que agradecía a Dios por haberla puesto en el camino, porque con el tambor que traía al hombro podrían defenderse de algún peligro.
Ahí lo entendió todo. Supo que su voz se oía a través del tambor, que su forma de expresión y lucha se concentraban en ese instrumento, y que junto a los gritos de las demás percusiones se componía el núcleo de una trinchera. Recordó el origen de los ritmos que tocaba. Se imaginó a los esclavos africanos llegando a Brasil, ocultando las alabanzas a sus Orixás, espíritus que desempeñan un papel fundamental en la religión yoruba, y se vió a sí misma tocando eufórica por la Alameda junto a sus compañeras, exigiendo justicia y dignidad para todas.